Killer
En ese dia de verano que olía a pescado, Killer tenía muchas cosas que hacer, y por eso no vió a las misioneras subir hasta el cuarto piso de su bloc. Su familia vivía en el segundo. Al regresar a su reino, enteró que algo no estaba bien. Sintió un olor extraño en el aire seco. El olor dulce de extranjeras. Se le salió un gruñido bajo. Sabía que las misioneras habían intrusadas en su territorio. Sabía también que su familia no estaba para retarlo. Subió las escaleras, y las oyó bajando desde el cuarto piso. Dobló su esfuerzo. Él las vió antes que ellas lo vieron a él.
La Hermana Anderson, una gringa nueva en la misión, paró, a la vez estrangulando, “¡Hermana!” a su compañera. Alli en el descansillo del tercer piso, Killer enseñó sus dientes, y su gruñido estalló en ladridos.
La gringa nueva finjió recoger una piedra y tirarla, pero Killer no era un tonto.
Ella se acordaba de todas las aventuras ya vividas en sus pocas semanas que llevaba en Chile; El hombre que se aproximó y agarró el brazo de su compañera, Hermana Adams, la banda que les gritó “¡Basura!” mientras caminaban el la línea del tren, los hombres que silbaban y tiraron besos, y el tipo que trató de seguirles hacia su casa.
Por tener tantas aventuras así, los asistentes del presidente de la misión consideraba sabio conseguir un espray de pimienta. Eran las únicas con el privilegio de tener una arma así.
“Tendremos que correr,” dijo la Hermana Adams.
“¡Hermana Villanueva!” gritó desesperadamente la Hermana Anderson. Pero ella sabía que no estaba, porque ya habian tocado su puerta antes de subir al cuarto piso. Empezó a reir. “Es tan chico. ¿Como le vamos a tener miedo? Stupid dog!”
“Gringa tonta,” penso Killer. “No esta mi familia, y ademas, no entiendo tu idioma.”
“¡El espray de pimienta!” Susurró la Hermana Anderson a su compañera.
“No se si debemos. Se nos daban para defendernos,” fue la respuesta.
“¿Enotnces cómo vamos a salir de esto?
Cuidadosemente, la Hermana Adams empezó a abrir el cierre de su mochila. Sus dedos rodearon la lata fria. En el asilo del bolsillo, sacó el alfiler de seguridad de la lata. Lo dirijó hacia el enemigo y apretó el botón.
El veneno le pegó justamente en los ojos, y Killer paró en medio gruñido. Parpadeaba furiosamente mientras un fuego inmenso se esparció sobre su cabeza. Estornudó. En silencio, bajó su cabeza y trataba de rascarse con sus patas delanteras.
Las gringas se murieron de la risa. Killer salió con vergüenza. No estaba su familia para consolarlo.
En las semanas que seguían, Killer, ya humillado, se preocupó con otras cosas en vez de pescar a las misioneras. Sabía que con tiempo las iban a cambiar con otras, y allí tendria su venganza. Solo tenía que esperar el momento oportuno.